martes, 14 de agosto de 2007

Comentario del cuento

Me parecio bueno .me gusto mucho .Me gusto porque por la historia de la niña que escribe una parte de su vida. Y lo va recordando...

Fin de la secundaria y comienzo de otra historia

Con el delirio de carpetas rotas y papeles planeando en la brisa suave de noviembre, apenas
nos damos cuenta que se termina una etapa de la vida en que se experimentan cosas increíbles,
difíciles de contar y de entender luego del paso inclaudicable del tiempo.
Atrás quedan compañeros inefables, profesores y preceptores que a veces desencajan en el
contexto de la adolescencia. Con aprendizajes, algunos forzados y otros buscados por iniciativa
propia, de materias que no enseñan en ningún colegio.
De los profesores, buenos o malos, siempre queda un recuerdo que se va borroneando de a
poco hasta llegar a idealizarlos como personas comunes y macanudas, con algún que otro defecto
pero todos sobrellevables, menos ese viejo de Matemática que nos mantuvo todo el año en vilo con la promesa de enseñarnos al finalizar las clases el esperado "Teorema de la gallina". El tipo se hizo
el gracioso y simpático durante todo el año y en cuanto tenía una oportunidad prometía entre risas
exponer dicho teorema, que todos esperábamos con ansiosa curiosidad. Pero resulta que al tarado
se le ocurre enojarse por una pavada el último día de clase, cuando estaba exponiendo la hipótesis
e inmediatamente se agarró de esta excusa para suspender de manera tajante la explicación. Nunca
más supe en qué consistía el teorema, y la duda me queda hasta ahora. Por eso prefiero a los
profesores serios pero honestos y no a los que escudados en una simpatía mentirosa para quedar bien
con el alumnado, finalmente muestran la hilacha y se presentan como realmente son, unos hipócritas
que sólo enseñan a ser mentirosos y falsos.
No como el profesor Gori, de Prácticas de Química Inorgánica, que a pesar de que estaba
bastante viejito y fumar como un condenado, sabía perfectamente que le afanábamos los cigarrillos
de su delantal siempre colgado en el perchero, pero no decía nada y nos dejaba fumar a escondidas
haciendo como que estaba en otra cosa, como corresponde a todo hombre de bien que conoce a
fondo la psicología estudiantil.
También pasa a ser historia el inolvidable viaje a Bariloche, con amigos y compañeros con los
que nos prometemos seguir viéndonos pero que después, absorbido por la vida real, se van
evaporando hasta desaparecer y quedar algunos pocos, a veces nada más que porque viven cerca. Ese
viaje merece ser recordado en todos sus momentos, pero de todos los delirios y locuras desde que
me subí al tren en Constitución me queda el recuerdo de la hermosa Lucía, que conocí en aquel vagón
ruidoso que compartíamos con su división de colegio Normal, y que por dejarme arrastrar por el
delirio de un libertinaje descontrolado de mis secuaces, no di pelota a su predisposición favorable
hacia mi persona. Después, ya de regreso y pasados unos pocos días del retorno, me decido a
encararla y me voy con el cabezón Rodríguez a esperarla en la puerta de su escuela, simplemente
responde a mi propuesta de noviar con un triste y lapidario "No, ahora ya no".
Se terminan los partidos en la plaza cercana, los bléiseres con un olor a pucho que apestan,
los atardeceres eternos en el bar El Ladrillo donde sentados con otros pibes que intentaban ser
creativos nunca pudimos componer una canción entera, más allá de algunas netamente picarescas que
luego cantábamos en el buffet e intentábamos enseñar al resto sin éxito.

Como por arte de una magia nefasta no me doy cuenta que mi abuela ya no me va a cocinar
los guisos apurados del mediodía, ni la voy a poder atormentar más con Deep Purple a todo volumen,
ni mi vieja va a dejar pasar más que sabe que estuve fumando a escondidas pero no dice nada. Y
todos esos amores tan pasajeros como olvidados y truncos pasan a ser nada más que recuerdos, y eso
que en su momento cada uno fue fundamental.

Al llegar a este momento veo que, como en el teatro, vivimos cosas que nos marcarán para
el inmenso resto de lo que queda de vida, tristezas, alegrías, felicidad, angustia. Pero ahora ya no
importa. Ya pasó.
Después de los festejos cervezales en los jardines de Palermo, el retorno a la puerta de la
escuela para dar el último adiós burlón a un edificio que nos mira irónicamente porque sabe que se
termina la fiesta, me despido alegremente de los pocos que quedan todavía cuando ya cae la noche
en Buenos Aires y comienza el ansiado viernes. Otro viernes de aventuras deambulando por calles
viejas de Ramos o de Flores, intentando una vez más seguir el ritmo de la plástica música pop para
aparentar estar a la moda, intentando seguir a Walter en su descarada locura de verano.
Me tomo el último 181, miro por la ventanita y todo sigue igual, indiferente. El Plato Volador
con su submundo amenazante, gente corriendo por todos lados en Lope de Vega y Beiró, otros
colectivos de colores variados, de filetes antológicos que pasan en todas direcciones, ruido de música
lejana que seguro sale de la pizzería de la esquina, las luces de mercurio que iluminan a medias, paso
la General Paz y se desvanece el bullicio para dar lugar a otro tipo de inquietud, la sombreada
animosidad del suburbio, del Gran Buenos Aires con baches pronunciados en la Avenida Alvear,
rápida y peligrosa, sobre todo de noche. Paso la cancha de golf, lugar de históricas gestas deportivas,
la escuela de mi primaria, Sargento Cabral, que sigue ahí y que después de mucho tiempo me doy
cuenta que todavía existe, no sé porqué me doy cuenta justo ahora, paso la placita oscura con
hamacas rotas y abandonadas y se acerca mi parada, un par de cuadras antes me levanto del asiento
y me paro frente a la puerta trasera, toco el timbre, se abre la puerta y me largo a la calle con lo que
queda de mis libros y la corbata en la mano, al bajar veo que el 181 me hace un guiñe con la lucecita
de la derecha, no sé si porque va a doblar o a manera de despedida, porque sabe que es la última vez
que me va a ver con el bléiser que ya se muere, llego a casa, no veo a Don Ramón en la vereda de
enfrente, sí a mi abuela que me espera por última vez en la puerta, entro y mi mamá me cuelga por
última vez el bléiser en el ropero, el atado de Marlboro está en el bolsillo interior, pero ya no me
preocupo en ocultar los fasos, hace rato que fumo abiertamente en mi casa, desde cuarto año creo,
pareciera que ya soy grande, pero la vida recién empieza.



El cuento fue extraido de : http://elbardo.madryn.com/elbardo/adole21.htm